"Átate bien los cordones, que los tienes sueltos, y un día de estos
te vas a a matar", le decía siempre su madre al salir de casa.
Y por esa misma razón se los dejaba desatados adrede. Llevaba unas
Victorias blancas, de esas que estában tan de moda, con los cordónes sueltos,
revolcándose saltarines por el podrido suelo de la ciudad a cada pasito que
ella daba.
No sabía explicarlo, y no tenía ninguna razón específica que la hicieran
desear el más allá. Sin embargo, en su interior tenía unas ganas de morirse
¡horribles!
Ni siquiera sabía si creía en otra vida después de esta, aunque prefería
que así no fuera. Pues sólo quería desaparecer de este mundo. Dejar de ser esa
colegiala cohibida que tanto odiaba ser.
Sus cordones ya eran de color gris. Se enredaban en su talón, unas veces;
se escondían debajo de sus zapatos, otras; y rebotaban contra el suelo y volvían
a danzar por el aire, siempre.
Ella caminaba con pasitos cortos, no sé, si para tener más oportunidades
de tropezarse. Y se escondía bajo el pañuelo azulado que tapaba su pelo.
Sus ojos, que eran del color del café, se perdieron de pronto en la chica
que esperaba, con un libro entre las manos, la llegada del tren. Y que
precisamente no paraba de mirarle sus zapatos, sus cordones con vida
propia, precisamente con la vida que a ella le faltaba.
Pobre niña de los cordones... llevar uniforme y victorias blancas
ResponderEliminarjajaaa!! pobre dice...
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