Un día libre entre mis manos... Y de nuevo, como un artista ante su obra, me quedo mirando al día en blanco y pensando qué hacer, en cómo sacarle el mejor partido a ese lienzo lleno de minutos en blanco.
Una lista enorme me atormenta desde mi mesa de estudio: apuntarme a la piscina (que tengo la espalda "al queso"), hacer la compra (que no tengo nada en la nevera), limpiar la cocina (que me toca esta semana), escribir en el blog (que se me resiste semana tras semana), estudiar alemán (Bfff!), bajarme música (ay! los virus...), enviar una carta (eternas colas...), arreglar la bici (sí! ya tengo una!!!!! pero eso es para otro blog!), hacer una lavadora... y un largo etcétera.
Abro el ojo con el amanecer... Doy vueltas y vueltas y, así, el sol ya se ha puesto en lo alto del cielo berlinés. Con la cortina abierta de par en par me tiendo cual lagarto en la cama. Sueño y sol. La mejor combinación que existe para un cuerpo cansado y ansioso de esta estrella que me carga de energía. Y cuando ya he hecho la fotosíntesis, me desperezo y saltó de un brinco a la mesa de la cocina, para cargarme con otro de los mejores placeres de la tierra: un buen desayumo, a lo Armas! y ya saben lo que eso significa...
Deberes y placer. El sol brilla a través de la ventana, y ya sé que me preguntarán ¿y? No es que yo tenga ganas de Vitamina D o que le eche mucho de menos. Es que esta ciudad se transforma... Y cuando el Sol (en mayúsculas) hace su aparición, las calles se llenan de gente y energía. Las terrazas se llenan a cualquier hora del día (sí, aunque parezca increíble me he llegado a preguntar "¿los alemanes trabajan?", porque no importa la hora del día, ni qué día de la semana es... que TODO el mundo sale a la calle! Un mito hecho realidad).
Mientras liimpio la cocina miro de reojo el reloj para que no se me haga demasiado tarde y poder aprovechar un poco de estos rayitos mágicos, y no hablo de drogas...
La cocina reluciente, una ducha y en mi mente un plan.
Tengo una necesidad imperiosa de conseguir un libro en español. Don Rigoberto y Vargas Llosa se han despedido de mi hace un par de semanas con un sabor agridulce: la maravillosa sensación de haber saboreado cada palabra en el paladar y la tristeza de haberme acabado el libro. Entro en una librería de segunda mano que hay en mi barrio y me pierdo entre autores desconocidos y títulos en alemán que entiendo a medias. Un piano medio afónico y un montón de hojas empolvadas y amarillentas. Cajas y montañas de letras en varios idiomas. Un vendedor con gafas de culo de botella, grueso y medio vizco. Y, por supuesto, ese olor característico a hojas centenarias e historias por descubrir.
Con un libro de Manuel Azaña en mi querido idioma y un libro de Woody Allen en alemán por sólo 3 euros, me compro una cerveza y me dirijo a un parque que he descubierto hoy en el mapa y que me queda a unos minutos andando de casa.
Con esa emoción que sólo percibo de vez en cuando, me adentro por entre un camino de tierra a través de una esplanada de césped, árboles y gente. Y eligiendo mi rumbo a cada paso, voy avanzando por este pulmón de Neukölln. Elijo mi hueco entre la escasa hierba verde que se asoma a la primavera berlinesa, y... ¡Mierda! No tengo abridor... En ese momento me transporto a Tejeda, a las fiestas en las que los mecheros hacen de abrebotellas. Con la botella entre las piernas me enfrento a la chapa. De memoria coloco el mechero en el canto del metal e intento imitar el movimiento que tantas veces he visto. Una... dos... Lo único que consigo es raspar el plástico de mi horterada de mechero. Nada. Otra tentativa... Nada. Por tercera vez la cerveza me gana la batalla. Esta vez, la chapa araña mi piel, y me hace un rasguño...
Mi garganta seca decide que me levante y me acerque a un grupo que tengo cerca y pida un abridor o que me abran la botella con lo que sea "si saben". Y así... empieza una de mis historias... ¿Preparados para oirme?
Tumbada al sol con el sabor amargo que la cerveza deja en la boca... Norah Jones sonando en mis oídos... Y de pronto una sombra. Con un ojo cerrado y otro abierto veo al chico al que le he pedido que me abra la cerveza.
- "¿Tienes fuego? (...) Estoy esperando a unos amigos, ¿te importa que me siente aquí mientras?". - Ya saben mi respuesta... Of course not.
- "¿Tienes fuego? (...) Estoy esperando a unos amigos, ¿te importa que me siente aquí mientras?". - Ya saben mi respuesta... Of course not.
Con el débil sol de la tarde dándonos en la cara, hablamos sobre cómo llegamos a esta ciudad, volamos un poco sobre nuestras esperanzas y contamos, con cierta valentía, los miedos que nos acechan. Él viene de Dortmund, y escapa de la lluvia, la rutina y un "pasado amargo" que no sé en detalles.
Hablamos mirando a la nada, al sol. A lo lejos, un grupo juega al fútbol, y nos perdemos en los toques de cada balón.
Sin mirarnos a la cara me habla de Berlín como de un trofeo. Es la ciudad que ha cambiado su vida. "Cuando alguno de mis amigos viene a visitarme se quiere quedar". Él hace ahora de luz para aquellos que quieren cambiar su rumbo, como él hizo tras de su hermana. Ella fue la llave que él necesitaba para llegar a esta ciudad. Ella vino y él la siguió. Ahora se supone que la espera en el parque.
Es un viajero de festivales de música minimal. Hungría, España, Grecia... En su muñeca varias pulseras de tela recuerdan cada una de sus escapadas, y me las muestra con orgullo. Me nombra sitios a dónde ir. Busca entre esa música metalizada y gente desconocida cariño. Y lo consigue. Andamos un poco por el parque en busca del sol que está empeñado en marcharse, y saluda a varias personas con las que, me cuenta, ha coincidido en un festival o en otro parque de Berlín en un día como hoy.
"Trabajo en Ikea", y lo interrumpe un cachorrillo que se nos acerca alborozado, lamiéndonos y restregándose de placer. Una monada. Y acto seguido el perrillo se dirige a otro grupo que está a nuestro lado haciendo exactamente lo mismo: bebiendo una cerveza, hablando y disfrutando de lo que queda de luz.
- "Lo importante es que tenemos la oportunidad de cambiar aquello que no nos gusta, elegir qué queremos y a dónde queremos ir. Porque tenemos elección".
- "Lo importante es que mientras estes aquí disfrutes de lo que tienes".
- "Lo importante es poder compartirlo con gente".
Y así, entre conversaciones banales y profundas he aprendido que cuando las nueves están en espiral se les llaman "nubes de oveja" (Schafwolke), y cuando el cielo está salpicado de rayas blancas difuminadas se les llama "nubes de caballo" (Pferdwolke), o que cuando el cielo está cercado de puntitos se llama... ya no me acuerdo...
A lo lejos, alguien, a quien no distingo bien, toca una guitarra. Cerca una negra con los ojos entornados y unas uñas enormes y oscuras, se tambalea. Un poco más allá un grupo hace por sentarse en un banco en el que no hay hueco para tanto culo. De aquí para allá, un joven va preguntando, como abeja de flor en flor, por un papelillo para liarse un porro.
- "¿Tienes facebook? Si quieres me puedes agregar (...) y quedamos otro día".
- "¿Qué signo del zodíaco eres?".
- "¿Quieres otra cerveza?".
- "¿Dónde vives?".
- "¿Te parece Berlín una ciudad cara o barata?".
- "Si te dejaron entrar en el MIX (una discoteca del Warschauer Str.) tienes más de 21 años".
- "Bueno algo más...".
- "Es que allí sólo dejan entrar a partir de los 21".
- "Tengo 26, ¿y tú?".
- "Yo tengo 25. Somos demasiado viejos".
- "¿¡¿¡Demasiado viejos?!?! Sólo tenemos 25 o 26, ¡y nos queda más de... 30 años como mínimo por delante! ¿¡Demasiado viejos?! Lo importante es que lo que vivamos lo disfrutemos...".
Y es que esto es una diferencia cultural... Quizás influye que soy "la pequeña" haya dónde vaya. Soy la pequeña en mi familia y siempre he estado con gente que es mayor que yo... Pero aquí es la primera vez que me pasa lo contrario. Aquí lo que yo hago lo hacen compañeros que tienen ¡20 o 17 años! Y con esa edad, además, los alemanes ya se independizan y se van a vivir en pareja. Trabajan y viven de lo que ganan desde antes de la veintena. O no sólo eso, hay quien con 21 años ya ha viajado por Australia, Sudáfrica, Sudamérica y Asia, trabajando de mil cosas, y después deciden que Berlín es su ciudad. Así que sí, desde la perspectiva alemana, podríamos decir que somos viejos... Pero me niego... ¡Todavía somos jóvenes!
Las sombras de los árboles empiezan a ponernos la piel de gallina. Después de buscar otra cerveza y vaciar la vejiga, nos movemos en busca de otra zona de este inmenso parque en busca de los último rayos de sol.
Nos pasa un chiquillo en patines, y una madre con la hija en bicicleta. A lo lejos alguien haciendo jogging. A derecha un grupo juega al badminton, y unos chiquillos corren en busca de la nada. Vemos como otros se pasan algo envuelto en un papel de periódico entre unos arbustos re-escondidos. A izquierda otros juegan a pasarse una pelota minúscula con los pies. Pasamos un árbol salpicado de pájaros de papel. Y todavía unos cuántos aguantan tumbados en el césped. Muchos pasean con sus perros. Y hay quien recoge las botellas que otros han dejado en busca de unos céntimos al devolverlas.
Pero aquí no se acaba la historia, aunque ya casi llega a su fin. Al final del paseo en busca del último calor de la tarde me esperaba lo que llevo buscando desde que llegué: die Moschee! Una puesta de sol sobre los árboles pelados de finales de invierno y sobre las dos torres de la mezquita de Sehitlik.